sábado, 23 de octubre de 2010

Para las florecillas de aquí y de allí.

¡Qué cosas!


Entre los 15 y 16 años de edad, los jóvenes aborígenes australianos son recluidos para que canten durante varias horas con la finalidad de tranquilizarse y prepararse para que el médico brujo de la corte le corte el prepucio sin anestesia y sin que el joven demuestre alguna señal de dolor. Una semana después se le realiza un agujero que atraviesa el órgano sexual y por el cual saldrán tanto la orina como el semen. Esto se hace sin anestesia y es utilizado como un método “anticonceptivo” pues solo se podría embarazar a una mujer si es que el varón se cubre el orificio artificial.

domingo, 10 de octubre de 2010

Las hojas rojas.

Debe ser pronto, y se oyen ruidos fuera. Se ve algo de luz, allí en la pared. Como una luz  de vela. Por las rendijas de algo que tapa la ventana entran rayos de sol que iluminan la pared de mi derecha. Una pared muy cercana, que puedo tocar si logro meter mi mano entre las barras. Están frías, pero me aferro a ellas para comprobar mi fuerza. Soy débil. Apenas llego con los dedos a la pared tan cercana. Se me va la cabeza y parece que me duermo.
Despierto de nuevo y agarro ahora con mi mano izquierda la barra de la cama. Me la toco con la derecha, hay  algo que me tira de la piel. Un plástico pegado, un tubo me sale del dorso de la mano. Tiro de él, pero no sale. Me vence de nuevo el sueño.
Me asusto cuando alguien entra en la habitación y se ilumina la oscuridad desde la puerta y grita un saludo acompañado de mi nombre. No me da tiempo a responder o por lo menos, no parece que me escuche. Descorre las cortinas, abre la ventana, mueve las rendijas de la ventana de alguna forma extraña y el día se hace de repente por completo. Se va. Me deja aquí en la cama.
Noto como el viento enfría mis pies, mis piernas, mis manos y mi cara. Mi pelo debe estar revuelto, pero no llego a tocármelo. ¿Qué puedo hacer? Subo mis piernas hacia mi cuerpo para sentir algo de calor. Las cortinas bailan, entran y salen por la ventana.
Alguien entra de nuevo, grita mi nombre y saluda, me pregunta cómo estoy y qué tal he dormido. No oye mi respuesta, o no digo nada, no estoy segura. Ella sigue allí mirándome. Y desaparece. Ya no se mueve la cortina, se fue el viento.
Aparece un artefacto extraño de color rojo y gris, una especie de balanza enorme, de insecto de hierro. Casi no cabe en la habitación. Ella lo maneja. Ella me destapa, me mueve, me mira, me atrapa con su máquina y me eleva por los aires. No para de hablar, no sé de qué, no entiendo nada de lo que dice. Habla a gritos con otras personas. Pero yo voy volando en esa máquina y me tumba en una camilla fría, de plástico, y noto el agua que me baña. Me quema, me quejo y ya no quema. Tengo miedo. Nunca he estado tan asustada. Me está lavando. No hago nada. Me mueve, me sube, me baja. Me viste, y me deja con su máquina sentada en una silla de ruedas. Me aferro a la silla. Nos movemos, ella detrás, yo delante. Bajo la cabeza, no quiero marearme. Al fin paramos delante de una mesa, con un cuenco, una cuchara y un vaso de agua.