Lo vi nada más
entrar en su habitación. Estaba en una esquina, la única que quedaba libre.
Aparcado, apoyado, haciendo ángulo perfecto con las dos paredes. No era de
ella, ella era una mujer pequeña, áquel no podía ser el suyo. Ella arrastraba
su andar ayudada por otro bastón más pequeño. Áquel era el de su marido, al que
con prisas se lo habían llevado al hospital, casi sin sentido, o sin sentido
alguno ya. Era ya más un niño que un marido, y sin herir su orgullo de anciano,
lo habia cuidado primero y vigilado como lo cuidaban, cuando ya sus huesos
fueron incapaces de hacerlo. Ahora aquel bastón, robusto como él, recio y recto
como él, era su recuerdo. En esa esquina, al girarse para coger el sueño, lo
vería todas las noches.
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