sábado, 27 de octubre de 2012

Una noche en el hospital.


Las abejas me habían librado de tener compañero en la  habitación del hospital. El que iba a serlo era alérgico a su picadura y al parecer en ese lado de la fachada se habían encontrado enjambres, que los bomberos tuvieron que quitar. Parecía que había tenido suerte e iba a pasar la noche sin compañero. No fue así. Casi a las once cuando ya pensaba pasar una noche sin respirar por la nariz, pero al menos con la tranquilidad de no molestar ni ser molestado, una enfermera se puso a preparar la cama de al lado.
Vi como añadía cintos anclados a la cama para el cuerpo, los tobillos y las muñecas. ¿Qué monstruo iban a acostar allí? Ya imaginaba un hombre retorciéndose toda la noche con ganas de salir corriendo berreando. La enfermera quiso tranquilizarme. – Es un hombre muy majo, que no dice nada, pero que si no le ponemos esto se escapa. ¡Qué bien! Pensé yo. No pasa nada - dije. Y así fue. Al poco tiempo; en un hospital “poco tiempo” viene a ser hora y media, trajeron en una camilla un hombre viejito, al que las arrugas casi no le dibujaban los ojos ni la boca. Casi no podía ni respirar…como para poder moverse, pensé. Lo pasaron en volandas sin muchos esfuerzos físicos, pero si con muchos esfuerzos logísticos y verbales. Y allí quedó. A mi lado, tendido como había caído. Sin decir nada. Atado de pies, tronco y manos.
Y ahí empezó una noche larga. Muy larga. Se ve que la tensión del hombre se había quedado en su casa viendo la tele. Y nada más ponerle el aparato en el brazo, las enfermeras le metieron diferentes bolsas de plástico de varios formatos y nombres acabados en –ina. Y una maquina de oxígeno parecida a un ET le acompañó toda la noche, y cada quince minutos emitía una serie de pitidos seguidos de un rumor como de impresora.
Al parecer los líquidos acabados en -ina hicieron su efecto y el hombrecillo llegó al nirvana, porque aquellos ronquidos solo podían salir de alguien que duerma a pierna suelta entrando por la puerta del nirvana. Y ahí estaba yo con la boca seca, la nariz tres tallas más grande y taponada y con los ojos como platos, cuando  de repente unas voces  resonaron en todo la planta, en todo el hospital. Eran gritos repetidos una y otra vez de un hombre que pedía que le destaparan. Al rato gritaba que  le levantaran y luego que no había derecho y así toda la noche. Y yo con los ojos como platos, la nariz tres veces más hinchada, la garganta seca, y mis oídos escuchando los pitidos de la máquina del vecino y sus increíbles ronquidos.
Debí dormir escasos minutos  en toda la noche. O me despertaban los ronquidos o los gritos o mi boca seca como un esparto pidiendo saliva. Por la mañana, mi compañero ya no roncaba. Y el hombre que gritaba a la noche, debió quedarse dormido. No puedo reproducir en palabras lo que pensé que se merecía a la mañana aquel sujeto, pero solo se me aparecía en la mente una sartén.
Al poco rato me visitó mi médico. Una mujer que vestida de calle podría parecer una joven estudiante. Todo bien, todo iba bien. Lo mismo recibió mi compañero. Una visita de un médico que lo debía conocer de otros ingresos. Un médico que por lo que decía solo le quedaba a mi compañero seguir ahí, estar hasta que en ese día o en otro ingreso decidiera quedarse con su tensión en casa viendo la tele para siempre. Mi compañero no parecía entender, o quizá no oía, o quizá ya lo sabía todo… mucho mejor que el médico.
Al poco de irse el doctor, entró una auxiliar que comenzó a dar una papilla a mi compañero. Mientras, yo daba buena cuenta de un café con leche y unas galletas María  muy ricas. En ese momento entró una señora. La que parecía su mujer. Pequeña como él. Enseguida le tomó el turno a la auxiliar y  dio de comer a su marido. De forma rápida, eficiente, como si lo hubiera hecho ya muchas veces. Cuando acabó, se dispuso a avisar a su hijo. Usó un móvil, con unos dedos deformados por labores que distaban mucho de esa tecnología que dominaba ahora no cono mucha destreza. – Para que lo sepáis, dijo, que estoy aquí otra vez.
La habitación quedó en silencio. Y mi compañero preguntó a su mujer:
-          ¿Qué? ¿Qué te ha dicho el médico? ¿Qué ha dicho?
-          Que estás bien, Pedro, que estás bien…
-          Vale…
Y la habitación volvió a quedar en silencio. Y yo tuve que mirar el paisaje…

Me ha gustado mucho.


Emocionante y para volver a leerlo para disfrutarlo.