miércoles, 10 de marzo de 2010

Ovillos.

Me acuerdo cuando de pequeño se deshacía un jersey de lana. Me encantaba hacerlo a mi. Tirar y tirar y ver como algo que tenía un uso, con forma y colores iba desapareciendo por el simple hecho de tirar de un hilo. Ese hilo se quedaba retorcido con la forma del punto, y hacías un nuevo ovillo de lana. Una nueva  bola de color. De ahí tu abuela o tu madre hacía surgir una bufanda, una chaqueta, unos guantes. Y todo con dos pequeñas lanzas de hierro, que más tarde fueron de plástico con su botón final de color rojo, con un número que significaba su grosor.
Siempre me hizo gracia el punto bobo. Me lo imaginaba un punto muy simpático, siempre mirando al cielo, sintiéndose muy simple. Y cuando el punto era del revés, me lo imaginaba cabeza abajo, pensando  en como ponerse del derecho, impedido por el hilo y con cara de estreñido. El punto del derecho tenía que ser muy firme. En formación. Y el punto inglés, con bombín. Hablando raro todo el rato con sus infinitos compañeros. Y ya si se hacían ochos, eso me parecía imposible de saber hacer. Un ocho, otro ocho y así muchos ochos.
Mientras yo, con los brazos en alto y sujetando la madeja, y mi tía enredando alrededor de mis brazos y mis manos el hilo de lana. Me cansaba y le daba el cambiazo con la silla. Ya no era divertido. Era mejor tirar los ovillos por el suelo y jugar como si fueran pelotas. Yo era pequeño y me medían las manos para hacerme unos guantes de lana. Otra vuelta, o dos más, y ya está. Una del derecho y otra del revés. En la cocina, al calor de la lumbre. Los hilos se hacían y se deshacían sin parar. Eso sí que era reciclar.

No hay comentarios: