Ordenando un armario he encontrado en una carpeta este texto que escribí hace muchos años, quizá más de veinte años. A la vez que ya me dice poco, me recuerda momentos que pasé, extraños momentos de adolescencia tardía...
Quejas:
Me he de quejar y ya. No hay
derecho a tener la espalda torcida. No hay derecho a que no haya izquierda. No
hay derecho a que unos tengan tanto y a otros se lo roben todo.
En este mundo vil que nos ha
tocado vivir se te pegan las paredes del estomago cuando tienes hambre. La boca
se llena de dientes y los oídos estallan de dolor, los pelos crecen hacia
dentro y los ojos lloran leche desnatada, la nariz huele a labio descompuesto.
La barbilla te duele y sangra, te pica, te arrascas y te manchas las manos de
sangre roja pegajosa que se te queda entre las uñas coagulada. Afilas las uñas
contra el mármol, cierras los ojos y no ves nada. La oscuridad se ha adueñado
de ti, ¡qué tranquilidad!
En la oscuridad de los ojos un
punto amarillo surge, se mueve, poco a poco, rápido, desaparece, vuelve, ¿lo
ves?, ya no está, ¡míralo! Abres los ojos, miras tus manos y se te caen a
trozos, como barro seco. Lloras, gimes, y te lamentas y vuelves a cerrar los
ojos, ahora todo es blanco, abres los ojos y tus manos, limpias, secas, te
tocan la frente, el pelo, la nuca, el hombro, el cuello, el pecho, el codo, te
haces un nudo y te atas. Intentas soltarte y no puedes, tus miembros empiezan a
enrojecer, tu cabeza se hincha, los ojos se salen, tu nariz sangra y te despiertas
en la cama, miras a la derecha, y no ves nada, miras a la izquierda y tampoco.
No miras y lo ves todo. Está ahí, lo intentas coger y no lo alcanzas, te
levantas, te lavas, te vistes, y te vas.